
Hemos abandonado al Tíbet. Podríamos concluir así este artículo sin apenas empezarlo. Porque es verdad, la comunidad internacional les ha dejado solos, les hemos dejado solos. La increíble maraña política provoca que cualquier muestra de solidaridad se traduzca en una declaración casi belicista en contra de China. Incluso las buenas intenciones de Sarkozy han encontrado obstáculo inmediatamente después de hacerlas públicas. Digamos que política y económicamente no es conveniente criticar a China por su acción represiva en el Tíbet, y esta región no merece una censura rotunda por parte de la ONU. Es la historia interminable del abusón con poder y el escuálido marginado –el primero suele ser el más grande y gozar de ciertas amistades, el segundo, el marginado, es el insignificante, nadie está dispuesto a luchar por él-. Negarle la sede de los olímpicos a China es casi una declaración de guerra o al menos así sería visto por ellos. ¿Por qué se van a tirar por el fregadero años de diplomacia e intentos de abrir China al mundo como sucedió con la URSS? Algunos defienden la tolerancia e indiferencia con el muy funesto pretexto “nos conviene que los juegos olímpicos se realicen en China, es un compromiso internacional que a fin de cuentas va a beneficiarnos a todos”. Y añaden “el fin justifica los medios”. Argumentos nada humanistas y despreciables.
Si los derechos fundamentales de una persona o un colectivo son mancillados -como lo son en Tíbet por parte de las autoridades chinas-, no hay excusa que valga ni argumento válido. Se ha dicho que probablemente los tibetanos persigan evidenciar la dureza China y boicotear los juegos. Bien han hecho, si esto fuere verdad. Están en todo su derecho. No veo reprobable que un pueblo que ilegítimamente ha sido anexado a China no pueda aprovechar la coyuntura para decirle al mundo “Aquí estamos, somos prisioneros, haced algo”.
Si en algo podemos encontrar casi consenso general es en la humildad y circunspección del pueblo tibetano y sobre todo del Dalai Lama, personaje, además, que genera en todo el mundo un clima de sosiego y paz. El Dalai Lama es la cúspide de la espiritualidad de millones de personas que han abrazado los ideales míticos que él protege. Si bien no vamos a entrar en debate religioso, sí subrayaremos la belleza de esta religión que promueve valores ya perdidos en occidente y que se sustenta en sabiduría antigua de la que puede sacarse cosas muy provechosas.
Un vez en china se tildó a los europeos como los “demonios extranjeros” cosa algo comprensible en aquella época y de la misma manera podrían tildar los tibetanos a los chinos cuando sometidos y esclavos los mantienen. Pero, ¿qué le ocurre al dragón amarillo, al imperio comunista, al país de Mao? El gran problema Chino, a través de su siglos de historia, ha sido la corrupción sempiterna –en todos los ámbitos- que ha destrozado a la nación y la ha subyugado a pesar de sus evidentes relevancias culturales que les llevó en su momento a ser una de las culturas más avanzadas y estables que hayan poblado la tierra.
Vamos a hacer un poco de revisionismo. El Gran Santo Adelante no fue más que el Gran Salto (al) Abismo, cosa que por otro lado sirvió de alguna manera para evidenciar incapacidad de un sistema desastroso. Pero el deseo y potencial de industrialización chino era demasiado impetuoso como para fallecer en el primer gran intento. Si bien los chinos han acunado grandes filósofos, admirables matemáticos, inteligentes científicos, ha carecido casi siempre de capaces políticos, casi todos sólo han luchado por su propio bien, hambrientos de fama, poder y riqueza –el caso más evidente Yuan Shikai (1859-1916) que llegó a autoproclamarse emperador en 1915-. Desde los emperadores, que no tocaban ni el agua por considerarla indigna, los próceres más recientes han sido verdugos incansables, venenosos próceres altamente corrosivos.
Mao Zedong, traidor y mentiroso, enemigo del arte y la belleza, ambicioso cerdo, martirio de millones e inventor de esa máxima ridícula de los “cuatro viejos”, es el más claro ejemplo de ignominia. El Mao de la sangre habló de “los cuatro viejos”, que no eran otra cosa que: las viejas costumbres, los viejos hábitos, la vieja cultura y los viejos modos de pensar, es decir, milenios de sabiduría, filosofía y arte, que era necesario aplastar, quemar, borrar de la faz de la tierra. Todo ello por la voluntad de un homínido inculto que no escatimó en crímenes para sostener su cetro. Mao exterminó todo aquello que hizo grande a su gente y redujo a cenizas lo más bello y sensible de la China imperial. El guayabero Chávez –traigámoslo a colación- nos recuerda un poco a Mao, aunque el primero sea un simple bichacharro dicharachero o aprendiz de mago.
En agosto de 1966, Mao publicó un artículo titulado Bombardead el Cuartel General –que pronto se convertiría en grito en las bocas de sus seguidores –sobre todo de los guardias rojos-. Nada más explícito para explicar el ideario y la verdadera naturaleza de un ser despótico y criminal al más puro ejemplo de cualquier zar terrible. En octubre del mismo año aparece el Libro Rojo, biblia de sangre y muerte. Si Hitler mandó a millones a campos de concentración, Mao fue más allá, los envió a campos de concentración pero no tuvo el valor de darle muerte a todos, prefirió domesticarlos como a fieras rabiosas y por ello los convirtió en entes que rezaban “sí Mao, eres Dios, eres Dios”. Zedong esclavizó a su propia raza e incluso les hizo pensar que esa esclavitud era necesaria y buena. Mao, Uno de los más grandes genocidas, convenció además a la comunidad internacional –su manejo hábil de la propaganda le hizo más fuerte-, a los intelectuales y a muchos de sus detractores de que aquello era lo correcto. Es innegable su capacidad de convencimiento -similar al de algunos profetas que se nombran mensajeros de dios y que arrastran tras de si a cientos de personas, hipnotizadas con su predica-.
Para “justificar” lo que llevó a los chinos a someterse y soportar tal infamia habría que analizar sobre todo su idiosincrasia y esa mentalidad connatural que los convierte en seres casi indescifrables y en muchas ocasiones incomprensibles –o al menos demasiado complejos para nuestras mentes diminutas, como lo es quizá su escritura-.
Sin embargo nos preguntamos -no sin algo de enrojecimiento-, cómo una sociedad tan antigua y que ha dado a la humanidad tantísimas obras artísticas (en la literatura, la poesía, la arquitectura) y en otros ámbitos (la medicina y muchas otras ciencias), manteniendo casi una misma forma de gobierno que si bien era despótica, sí que garantizó la sostenibilidad de la población y sus instituciones durante más de 3.000 años.